El esplendor físico de Venezuela no ha «sido debidamente percibido en su grandeza por generaciones pasadas y actuales». Pedro Cunill Grau ( Santiago de Chile, Chile 1935)

El Dr. Pedro Cunill Grau ha escrito muchos libros sobre Venezuela y su geografia, pero es importante Geohistoria De La Sensibilidad en Venezuela (Tomos 1 Y 2)" Fundación Empresas Polar, Caracas Caracas!Venezuela, 2007 cuya Presentación comparto, escrita por José Balza (Tucupita, Venezuela, 17 de diciembre de 1939).

El placer y los mapas desleales

 La geografía es el azar inmovilizado en su tránsito incesante. ¿Cuánto

perdura un paisaje, una especie, una tradición ritual, una nación, un mapa?

Dentro de sí mismo, cada ser humano es geográfico, pero no siempre

lo advierte. Pareciera como si temperaturas, terrenos, sabores hubiesen

pertenecido a lo exterior y, sin embargo, tanto nuestros huesos como

los sueños no son posibles -en cada individuo- sin la correspondencia

a que nos conduce aquello que considerábamos ajeno.

 Tal vez esto explique la cíclica persistencia de una posición rígida para

el estudio de la tierra y sus caracteres. Sin que dejara de ser necesaria y útil,

la actitud cuantificadora ante lo que nos rodea ha predominado en los

estudios que trataron y tratan de enmarcar, identificar y utilizar cualquier

aspecto de la naturaleza. Y desde la antigüedad tal línea de investigación

nos ha dado -aunque por ella inexorablemente se filtrara la fantasía-

conocimientos y experiencias valiosas.  

Pero, ¿qué ocurre cuando, sin desestimar aquellas apreciaciones objetivas

y utilizando datos históricos y económicos, se intenta aprehender un territorio, un país,

cruzando las fronteras de lo subjetivo y lo externo, enhebrando ambas totalidades como

si fueran una sola? Ocurre que puede surgir un libro fresco, revelador como éste.

Ocurre que somos lanzados hacia «la geografía de la percepción», en cuyos giros la historia

es también un elemento del terreno y la intimidad del más común habitante o la del sabio se frota, se altera con lo exterior, altera lo frotado, para convertirse en una «cambiante geografía». Ocurre que podemos escuchar la voz de Pedro Cunill decirnos: «Todo paisaje es interpretado

y percibido variablemente por las geografías personales, inmersas en

sus respectivas expresiones vividas históricas y sociales. Es decir, la visión

del paisaje geográfico es personal, mezclando la realidad con la fantasía,

con los sueños, con los temores, con las esperanzas que tiene todo ser

humano». ¿No pasa entonces la geografía a ser «un arte afectuoso» como

hubiese dicho José Antonio Ramos Sucre?-"

Que un geógrafo realice la admirable tarea de imbricarnos con nuestro

entorno, como si cada detalle de la historia venezolana fuese parte de

cada uno de nosotros, y no sólo de los nombres ilustres que firmaron actas

de posesión o documentos oficiales, es un signo que no sólo amplía el

alma criolla (como una geografía psíquica) sino que probablemente hará

surgir nuevos historiadores, capaces de reconocer la importancia de la vida cotidiana e inmediata, tan determinante del carácter de un país como la de héroes y políticos. Me refiero a la posibilidad de corregir la percepción épica, para que, elevando al ciudadano a un grado de suficiencia, no sean sólo los vitoreados políticos quienes aparentemente determinen o escriban el destino de una nación.

Aquí estamos ante una obra vibrante, científica, obsesivamente documentada. Su eje, asombroso y simple a la vez, es una búsqueda de la «variabilidad histórica del comportamiento geográfico y ambiental del venezolano»: un asedio al paisaje y sus riquezas, al hombre natural

dentro de ese paisaje durante un vasto período que va desde 1498

hasta el siglo XIX. Y, de manera especialmente basada en sorprendentes

textos y libros, un incisivo recorrido por la continuada voracidad europea

sobre ese hombre y ese paisaje. Lo que de manera desoladora nos parece

tan adecuado hoy con el petróleo (su explotación, la confusa política

estatal acerca de él, su distribución por el mundo, sus efectos ambiguos

en nuestra población) ya ocurrió muchas veces con minerales, fauna

y flora de este territorio.

Sin embargo, no estamos ante un libro de quejas, denuncias y reclamos.

Como un basso continuo el dolor sostiene cada ramalazo del esplendor y el Dr. Cunill no oculta las vastas extensiones marítimas o boscosas

que fueron destruidas. Tampoco la fuerza humana autóctona o traída

de África que fue diezmada para que florecieran familias y fortunas.

Tal dolor tiene, asimismo, otra faz determinante que también lo hizo

posible: la ambición, el refinamiento, el fulgor de las cortes europeas, de

sus políticos, sus guerras, su decadencia.

Este libro, en cambio, se dirige, como un cofre mágico, hacia todo

aquello, pero para mostrar su lado radiante: el oro salvaje y las esmeraldas

convertidas en joyas, el algodón en tejidos envidiables, los tintes en

colores que hubiera deseado Tiziano, las raíces y frutas en espléndidas

medicinas. Para mostrar que el paisaje venezolano resplandecía (resplandece) como alimento insustituible de la vida, la exquisitez, la salud, el placer -de la suya y de otras sociedades.

Por lo menos una doble sensación tenemos los lectores al abrir el volumen. Después advendrá el estudio, el goce del análisis

Lo primero es la sorpresa, que no cesa hasta la última línea. Tal vez en las páginas de Gilberto Antolínez haya el más hermoso antecedente para este encuentro con la inflorescencia de nuestras sociedades antiguas.

En efecto, parcialmente en aquéllas, pero nunca como aquí se había

abordado, desde el suelo elemental, la revelación de lo sagrado, de lo cotidiano y lo erótico en su total esplendor.

El inmenso sistema fluvial orinoquense como autopista hacia el océano,

hacia los Andes y los ríos del sur; las difíciles trochas en medio de

selvas, costas, serranías y llanos; los petroglifos y piedras míticas como

signos de tránsito (para las ferias y el comercio, para el desafío y el temor:

ceguera y mudez); los cerros marcados; las temperaturas («tan intenso y ardiente calor que pensaron arderse los hombres con las naos»):

todo esto va a hablarnos de las etnias y sus ciclos anuales, de los «viejos

dioses» y las ofrendas requeridas, de la inmediatez entre la vida diaria

y las divinidades.

Distancias inmensas que recorren los pueblos para cumplir sus votos

y celebrar sus ceremonias en lugares especialmente seleccionados.Vestimentas singulares, sacrificios; el yopo, el hayo, la coca como vehículos de comunicación con los dioses y como extremos del placer o del prestigio social

La versatilidad de nuestras fibras vegetales (cocuiza, henequén, moriche)

para uso práctico, ornamental y religioso. La hamaca aérea junto

al refinado sombrero, vestigios aún palpitantes del hedonismo. He aquí

parte de cuanto va a colocar este libro dentro de un hábitat anterior

o inmediato.

Porque la segunda sensación es paralela con lo sorprendente: aquí cada

página define eficazmente los contornos materiales de un alma milenaria

(la nuestra), que facilita la identificación profunda con el libro. Efecto

que Estrabón nos ampliaría de esta manera: «La actividad del geógrafo

tiene también una parte no desdeñable de la consideración teórica,

la de tipo técnico, matemático y físico, y la que subyace en la información

histórica y en las narraciones míticas que ninguna proyección práctica

tienen».—'

«La vegetación... recuerda el crecimiento de una fuerza cósmica, libre

de la medida, usurpante del límite» anota Ramos Sucre, nuestro extraordinario paisajista. Algo de esto entrevio el Almirante con sus ojos irritados, ante la fronda recién descubierta. Algo de esta vislumbre vegetal sorprendía a Europa en los cuadros que entonces pintaba Albrecht Altdorfer, quien posiblemente convertía al paisaje, por vez primera, en

un centro del arte. Centro geográfico, la vegetación, que hipnotizaba

al Almirante desde su primer viaje

Lo que jamás vio ni esperó hallar Colón en esos momentos fue la descomunal, avasallante corriente de agua dulce que emergía desde las profundidades del delta hacia el golfo de Paria. El Orinoco apartaba al océano, movía su nave, iluminaba a sus hombres. Colón creyó estar en el Paraíso terrenal, según lo anunciaban mapas importantes, que marcaban, inexorablemente, la presencia de aguas así como parte del territorio celestial. Y tal como la afirmaría en sus cartas AmericoVespucci.

Expone Cunill que las 170 perlas ofrendadas por Colón a los Reyes son las primeras extraídas por europeos en el Nuevo Mundo. Lo que sigue es una de las explotaciones más intensas de aquellos tiempos, que causaría  una «fiebre de perlas». Así, cuanto era-como el oro- esencialmente ornamental o simbólico para los indígenas se convierte en obsesión hasta para Carlos V y sus hermanas.

Como lo notará inmediatamente el lector, este es un libro que despierta el comentario. Se nos habla de un producto, extraviado en los negocios del siglo XVI, pero sentimos que ese dato pertenece al día de hoy. Quizá porque algo tan aparentemente lejano nos conduce a vislumbrar los «mapas desleales» de Ramos Sucre. Mapas que son estipulados desde el primer momento por el mismo Colón: aún se mantiene el enigma de si éste ocultó con sagacidad su conocimiento o su posesión de tesoros perlíferos. Y aún no hay certeza acerca de la interpretación que da fiumboldt a ese tercer viaje del Almirante: sólo un giro meridional para buscar oro.

Deslealtad del mapa que extravía el gran botín de oro fundido (joyas e imágenes rituales de los indígenas), enviado por Ambrosio Alfínger a Coro en 1532. Y, como estas narraciones, otras de sesgo similar: ¿un rasgo del disimulo económico y político siempre presente en estos países?

Cunill despliega su arte deslumbrante: de los pleitos colombinos, de las cartas, de las historias, de los juicios, de las actas, de los documentos de hacienda y comercio, de poemas, de las Reales provisiones y Cedularios, de las órdenes, de las relaciones y obligaciones, de las alegrías y placeres, de la sensualidad y el erotismo extrae la vía de la vida: el esplendor de seres, ceremonias y fiestas, sostenido por un paisaje pródigo

Nos conduce al comentario, hemos dicho, pero no podemos sustituir al libro mismo. La riqueza de sus datos, la versatilidad del autor al hacer suyos tiempos antiguos y recientes, su estilo «pedregoso» -otra vez Ramos Sucre- son recompensa suficiente para quien atraviese

estas páginas.

El algodón, como lienzo y como moneda, ¿no persiste en nuestra cotidianidad? Los cueros, desde el zapato, hasta la prenda refinada; los jabones y los odorantes, ¿no hablan siempre de nuestro confort y nuestra intimidad?.

Si bien las garzas y los guacamayos, de espléndida irisación, ya no lucen en los tocados de las Josephine Baker o Mistinguette de ahora, y quizá por eso su población salvaje se haya acrecentado, ¿no vemos -justo en este momento- en nuestras carreteras pájaros y monos preciosos, atrapados -como en aquellos siglos-, sin protección alguna, y vendidos ferozmente antes de que mueran poco después en su cautiverio? Los monos de ópalo más bellos del mundo por lo menos eran lucidos en las cortes imperiales como signos de gracia.

Los indígenas transmitieron en seguida a los europeos sus milenarios secretos médicos. Numerosas enfermedades y especialmente la plaga de esos tiempos, la sífilis, encontraron consuelo en árboles y arbustos, en hojas y frutos que hubieran causado admiración a Altdorfer; la cañafistola, la zarzaparrilla, la quina, el guayacán. La limpieza bucal y dental, la cura a llagas y bubas, las mejoras sudoríficas y depurativas, las «passiones de riñones y de urina» podían aumentar con los componentes vegetales que Venezuela remitía a Europa. ¿No persiste una medicación de este orden en tecnologías farmacéuticas y en la vida popular?

Estimulantes y alucinógenos, cordeles y fibras, morichales y chiquichiqui, tucanes, aves de presa, la belleza corporal de los aborígenes, bitumen, la sal, piedras de caimanes, aceite de tortuga, los cangrejos, las salazones de pescado, el ají, la catara, la sarrapia, la vainilla, café y cacao, panela y papelón, cocuy, chichas, la naranja y la caña, el ben, la rosa de montaña, chimó y tabaco, las flores impensables, la butaca, la trementina, el mangle, la hamaca, el ñongué, las maderas preciosas, etc.: nombres y usos que concluyen en determinadas zonas territoriales y en lapsos precisos o que cíclicamente aparecen y desaparecen entre nosotros, ante los otros. Nombres que el Dr. Cunill restituye a vibrantes escenas, a cifras y hondos paisaj es nuestros.

No comento aquí el fabuloso capítulo sobre las tinturas. Maquillajes, trajes, emblemas religiosos y políticos fueron renovados en Europa  con los tonos que aportaba la mercancía de los viajeros. Si un indígena se pintaba de negro y rojo con caruto o con onoto y era esto señal de fiesta, de guerra o de amor («Una india cuando quiere hacer un favor a un indio para dormir con él, se pinta toda de la cabeza a los pies y lo pinta a él, y así pintados se van adormir» escribió un viajero), ¿no resultaba equivalente la aplicación de nuestros tintes en la sofisticada sociedad europea de entonces?

Naves y casas también recibieron las tonalidades llevadas de aquí.

¿Será alguna vez posible hallar la resonancia del intenso azul del caruto, de lo violáceo de la «zuzubana» (¿similar a las conopias del Orinoco?), del amarillo de la bosúa o el onotillo, del rojo escarlata del bariquí y la chica, del rojo Rembrandt del palo brasil en todo el arte pictórico que a partir de Colón muestra Europa en sus obras maestras?

En cambio, sé que este libro poseerá una singular resonancia: la de convertir lo geográfico en un atributo de todos; la de inquietar a científicos y poetas. Porque creo que nunca antes los vínculos domésticos o intelectivos de nuestra población con su paisaje habían sido recorridos  con tanta precisión y pasión. Un libro que habla de lo sensual es  también cosa de placer. (Para Estrabón el geógrafo debe ser asimismo aquel tipo de hombre «que ocupa sus pensamientos en el arte de vivir y en la felicidad».)

Concluyendo esta intromisión en el libro, voy a una de sus frases iniciales, que me sigue inquietando: dice el autor que tal esplendor físico de Venezuela no ha «sido debidamente percibido en su grandeza por generaciones pasadas y actuales». Y debe tener razón. Quizá porque nunca lograremos concebir plenamente cómo vivió la población autóctona durante siglos en medio de este esplendor paradisíaco. Quizá porque los tesoros naturales constituyen nuestra cotidianidad, y no los exaltamos.

Quizá porque necesitamos educarnos -con libros como este- para cumplir una revolución en el único universo donde es posible una revolución: en el de la sensibilidad. Y que, de no ser así, perderemos nuestro mundo más fiel: el paisaje

Y ya que he recorrido esta obra del Dr. Cunill bajo la percepción histórica y geográfica del poeta José Antonio Ramos Sucre, no está de más decir con él, que pocas veces el placer nos abre «su idioma infranqueable» como ocurre con las secuencias aquí mostradas.

Concluyo con unas últimas palabras de Ramos Sucre, que no quiero traer como admonición, sino como advertencia ante el país -el paisaje- que hemos tenido y que podremos tener: «El Dios los castiga engrandeciendo la riqueza de la tierra que mancillan».

José Balza

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